Ecos del Santo Reino se crea con la única intención de darme a conocer, solo pretendo poner una pincelada más al patrimonio literario de mi querida tierra Jienense.
Las imágenes que uso en este blog son tomadas de Google, en caso de que alguien se sienta invadido por favor hágamelo saber que serán retiradas de inmediato.




martes, 26 de marzo de 2019

Sor María



Esta historia que ahora comienzo, me la contó un señor con el que coincidí, en una visita guiada a el refugio del hospital de S. Juan de Dios en Jaén. Conversando, le conté lo del tren de locos que devolvieron a la Diputación en Jaén desde el sanatorio de S. Baudilio en Llobregat de Barcelona. Mientras escuchaba mi historia, otro señor se unió a nuestro diálogo y remató diciendo:
- Conozco el tema a fondo, aquellos hechos fueron tremendos; los pobres dementes fueron traídos al hospital a principios del siglo pasado y recluidos en los sótanos en condiciones infrahumanas.
Me dio la impresión de que este nuevo señor hablaba con bastante conocimiento, ya que dio fechas concretas que no pude retener. Aseguró que incluso algunos de los sesenta y tantos enfermos retornados no tenían ni siquiera cama donde dormir, ni ropas para vestirse, vivían con una dejadez tremenda.
El guía de la visita nos llamó la atención y la conversación de un tren de locos quedó en el aire.
Al finalizar la visita el anciano me llamó y me preguntó si queríamos tomar un café en la cafetería del hospital, a lo que gustosamente accedí.
Al vernos también se unió a nosotros el otro señor. Al llegar a la cafetería, instalada en los sótanos del hospital, el anciano nos dijo que quizás en esos sótanos fuese donde estuvieron recluidas todas aquellas pobres personas.
El señor que nos estuvo contando la historia dijo que llamaba Manuel, y se emocionaba constantemente, ya que la tristeza de aquel relato hacía revivir tiempos difíciles, tiempos de hambre, pena y miseria.
También salió en conversación el nombre de un doctor de antaño y la historia de sor María de Dios, enfermera durante años de dicho doctor y vecina nacida y criada en el barrio de la Magdalena e hija de Catalina; muy conocida en el barrio por su gran corazón y generosidad.
Este señor contó que Catalina tuvo la segunda de sus hijas cuando la primera ya estaba bien crecidita. La madre enfermó de tuberculosis y murió cinco años después de dar a luz a su pequeña niña, dejando desamparadas a las dos criaturas en manos de un marido que trabajaba de sol a sol y cuando no trabajaba se pasaba el día en la taberna.
La niña mayor contrajo también la enfermedad posiblemente por las visitas que le hacía a su madre un par de veces por semana al Sanatorio de El Neveral.
Aquel sanatorio se encontraba y se encuentra, rodeado de pinares y olivos cerca del Castillo de Santa Catalina a unos tres kilómetros de la ciudad, la niña subía y bajaba andando a través de un sendero entre pinos, torreones y piedras. A pesar de ello se hizo cargo de la casa, de su padre y de su hermana, quince años y ya toda una mujer, un ama de casa con la responsabilidad a las espaldas de un padre venido abajo y una hermana de unos cinco años. Lamentablemente la niña mayor murió víctima de su enfermedad, dejando sola y desamparada a su única hermana en manos de un padre que se encontraba sumergido en unos malos hábitos por las tabernas y las casas de citas que frecuentaba hasta agotar el salario, teniendo que mendigar un plato de comida por la calle donde vivía.
El señor Manuel nos contó que aquel hombre no tardó en juntarse con una señora viuda de alto postín venida abajo, que tenía dos hijos gemelos de unos ocho o diez años, y eran menores que aquella niña, la que en pocos días se convirtió en la cenicienta de aquella casa pasando de su habitación al hueco de la escalera, sufriendo las mil y una de las fatigas mientras abusaban de ella a todas horas.
Comenzaba sus tareas a primera hora de la mañana bajando a por agua al pilar del barrio, porque en aquellos años la mayoría de las casas carecían de agua corriente, y mientras ella preparaba la lumbre los hermanastros se desperezaban para ir al colegio. Injusticias de la vida, mientras unos vivían a cuerpo de rey; la niña sufría, siendo la sirvienta de aquella despiadada señora, una muerta de hambre con traje de seda.
Al paso de los años aquella niña se convirtió en una mujercita y por desgracia también cayó enferma y creyendo que tenía tuberculosis como su madre y hermana acudió a visitar al mismo doctor que atendió a su desafortunada hermana.
En la exploración aquel doctor le dijo que no tenía nada, que no se preocupase que lo que tenía era un resfriado mal curado. Le preguntó que si quería trabajar en su casa como asistenta interna y sin pensarlo dos veces aceptó aquel trabajo, desvinculándose por completo de aquella familia que la humilló y despreció a lo largo de una década perdiéndose todo lazo de hermandad entre madrastra, hermanastros y propio padre, que también consintió y aceptó el maltrato y las humillaciones que le daba su única hija.
El hombre amable y bien entrado en años - siguió contándonos - que aquella niña consiguió vencer todas las dificultades junto a la familia del médico que le abrieron las puertas y el corazón de su casa, pasando del trato de sirvienta al de hija.
Pasado un tiempo convertida en mujer adquirió grandes dotes y conocimientos de enfermería junto al prestigioso doctor que la mantuvo como enfermera de su consulta durante años, lo que dio a lugar que el afán de ayudar al prójimo la llevase a ingresar en una orden religiosa para estar mucho más cerca de los enfermos, de esa manera comenzó su trabajo en el hospital de S. Juan de Dios con el nombre de Sor María de Dios.
Cierto día y transcurridos unos años, ingresaron en el hospital a un anciano, al que lo acompañaba su esposa y sus dos hijos, dos hombres cuarentones chochos y gemelos.
Los dos hijos y madre, discutían sobre quién debería de quedarse aquella noche al cuidado del anciano padre, viendo Sor María que no se aclaraban entre ellos, ella se ofreció al cuidado del enfermo, a lo que no se opusieron ninguno de los tres.
Aquel hombre, enfermo asmático, estuvo ingresado durante algunas semanas en el hospital de los cuales ninguna noche sor María se apartó de aquella cama.
Entre el enfermo y la monja se creó una gran amistad, y una de las noches le confesó que los dos hombres que acompañaban a su mujer eran sus hijastros, que él estuvo casado de primeras nupcias con Catalina que murió enferma de tuberculosis y le dio dos hijas, una de ellas también murió de la misma enfermedad siendo muy joven y de la otra no sabía nada desde hace más de veinte años.
Sor María aquella noche lloró de rabia, impotencia y felicidad ya que había encontrado a su padre, aunque guardó el secreto y ella no confesó su identidad.
Pasados algunos años de la recuperación de aquel anciano, una mañana se presentó en el hospital uno de sus vecinos, precisamente el padre del señor que me contó la historia. Aquel hombre llegó mandado por el anciano, preguntando por Sor María de Dios, que
necesitaba de sus servicios, ella sin ninguna objeción acompañó a aquel hombre hasta la casa donde vivía el anciano, la misma casa donde ella nació, la misma casa donde vivió y padeció injusticias, vejaciones y humillaciones.
Al entrar en la casa se encontró con aquel hombre postrado en cama y le confesó que recurría a ella, ya que su propia familia al verlo enfermo e inútil lo había abandonado y no tenía a nadie.
Sor María rogó y pidió en su comunidad que la dejasen atender a aquel hombre moribundo, aquel hombre abandonado, aquel padre despiadado que tres lustros atrás consintió su propio abandono sin ningún miramiento.
La comunidad le denegó su petición ya que sus servicios en el hospital eran imprescindibles, y la enfermedad de aquel hombre se podía prolongar durante bastante tiempo.
Sor María se vio obligada a abandonar los hábitos por el periodo de tiempo que durase la enfermedad y el fatal desenlace de aquel hombre, su padre.
Sor María desveló su secreto a aquel anciano moribundo que ni tan siquiera se le había pasado por la cabeza que aquella monjita de corazón abierto pudiese ser su hija menor, aquella niña que dormía en el hueco de la escalera, fregaba, planchaba y hacía las veces de cenicienta, poco tardó aquel hombre en morir y poco tardaron en regresar sus hijastros y viuda haciéndose dueños y señores nuevamente de la casa, donde Sor María cayó embaucada por las falsas palabras de aquellas personas y volvió a ser nuevamente la cenicienta de aquellos tres despiadados, acusándola del abandono de su padre cuando más la necesitaba.
Le echaban en cara cada instante su abandono del hogar, dejando a su padre dolorido y que a causa de aquello enfermó de pena y tristeza, ella se sintió culpable y agachó la cabeza con resignación, acatando órdenes y mandatos como en tiempos de antaño.
Después de varios años de entrega y sacrificio aquel señor nos contó que Sor María enfermó y siguió atendiendo a aquella familia hasta que el cáncer que padecía la dejó postrada en cama y teniendo que ser atendida día y noche a lo que aquellos despiadados delincuentes decidieron llevarla al hospital alegando que ellos no podían atenderla, la dejaron en el más absoluto de los abandonos hasta que murió en una sala del hospital, rodeada de sus hermanas de la congregación que le devolvieron los hábitos con los que fue enterrada.
La conversación acabó con una frase que nos puso el pelo de punta. El anciano que nos contó la historia acabó diciendo: “Quizá sea sor María el espíritu de la monja que se deja ver de vez en cuando y se pasea por los pasillos del hospital”.
El señor Manuel nos dijo que él llevaba viviendo en la calle Arquillos toda la vida y que conocía la historia al dedillo.
Al pasar por dicha calle quedé perplejo: la casa mencionada, me dijo un vecino, que llevaba derrumbada más de dos décadas y que allí no vivía nadie llamado Manuel desde hace mas de cuarenta años.
Miguel De la Torre Padilla


El ermitaño




Hace algún tiempo me contaron una leyenda sobre una ermita, un ermitaño, un crucifijo, un rico, un pobre y un muchacho.
Aquella leyenda, hablaba de un hombre que ahora no recuerdo su nombre y que su misión era cuidar una capilla que había en medio del campo. A ella, acudía la gente a orar con mucha devoción. En esta capilla había un crucifijo muy antiguo. Al que la mayoría de la población acudían ahí para pedirle a Cristo algún milagro. El Cristo no paraba de hacer milagros.
El anciano ermitaño después de tantísimos años al cuidado de la ermita quiso pedirle un favor. Lo impulsaba un sentimiento generoso. Se arrodillo ante la cruz y dijo :Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz.​ Y se quedó fijo con la mirada puesta en aquel crucifijo esperando con ansias la respuesta. El Señor abrió sus labios y habló. Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras:​ Siervo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición.​​
¿Cual, Señor? preguntó con acento suplicante el viejo ermitaño. ¿Es una condición difícil? ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda, Señor!​​
Escucha: suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de quedarte siempre en silencio.​​
​El anciano ermitaño contestó: Te lo prometo, Señor.​​
Y se efectuó el cambio. Nadie pudo apreciar el trueque. Nadie reconoció al ermitaño, colgado con los clavos en la Cruz. Y éste por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada.​​
Un día, llegó un rico, después de haber orado, dejó allí olvidada su cartera. El anciano desde la cruz lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla, pensó que el muchacho que estaba orando se la había apropiado.​
El rico enfurecido se volvió al joven y le dijo: ¡Dame la bolsa que me has robado!. El joven sorprendido, replicó: ¡No he robado ninguna bolsa!. ¡No mientas, devuélvemela enseguida!. ¡Le repito que no he cogido ninguna bolsa! afirmó el muchacho. El rico arremetió, furioso contra él.​
En ese preciso momento sonó entonces una voz clara y fuerte: ¡Detente!​
El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. el anciano desde la cruz ya no pudo, permanecer en silencio, gritó, defendió al joven, increpó al rico por la falsa acusación. El hombre quedó anonadado, perplejo, y salió de la capilla corriendo. El joven salió también estupefacto por lo que había visto y porque tenia prisa para emprender su viaje.
Cuando la capilla quedó a solas, Cristo se dirigió a su siervo y le dijo: Baja de la Cruz. No sirves para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio.​
Señor, - dijo el anciano ermitaño
- ¿Cómo iba a permitir esa injusticia?.​
Se cambiaron los oficios. Jesús ocupó la Cruz de nuevo y el ermitaño se quedó ante la Cruz. El Señor, siguió hablando:​
Tu no sabias que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una joven mujer.​
El pobre, por el contrario, tenía necesidad de ese dinero, pues su familia estaba pasando por una hambruna terrible e hizo bien en llevárselo; en cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje que para él resultaría fatal. Ahora, hace unos minutos acaba de naufragar el barco y él ha perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí. Por eso callo. Y el Señor nuevamente guardó silencio.
El que Dios no nos dé siempre lo que le pedimos, no quiere decir que no nos haya oído.

domingo, 24 de marzo de 2019

El mendigo y la ermita

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Mientras movía y removía las migas, mi suegro me dijo:
- Miguelillo, a ti que te gustan estas cosas tenemos que ir cualquier domingo a Pancorbo, un pueblo precioso.
-¿ Y eso donde está? -le respondí. ​
He de confesar que, al recordar este tema, se me pone el vello de punta y se me nublan los ojos de emoción ya que mi suegro me quiso como se quiere a un hijo y me trató como tal. ​​
Mientras seguía removiendo las migas me dijo:
-Eso está ahí mismo en Burgos a unas tres horas en coche, he de alegar que estábamos en Madrid. ​​ ​​
Al domingo siguiente toda la familia madrugamos y cogimos el coche con el abuelo al frente del volante, yendo directamente sin hacer ningún descanso hasta Pancorbo, donde echamos parte de la mañana visitando sus calles, plazas y monumentos. Al medio día comimos en un mesón que ahora no recuerdo el nombre y en el que nos recomendaron visitar una pequeña ermita, que está dedicada a Nª Sra. del Camino. ​​
Al llegar a la ermita comprobamos que estaba cerrada a cal y canto , también quiero decir que había bastantes fieles fuera rezando una especie de novena o romería. ​​
A través de la reja que hay en la puerta, se vislumbraba en la penumbra la venerada imagen de la Virgen, con flores, velas, y algunas monedas esparcidas por el suelo que tienen a bien echar los devotos de aquella imagen como ofrenda, junto con sus plegarias. ​
Un señor de los asistentes en aquel momento dijo.​​
- Las monedas que son para la Virgen, como si la virgen necesitase de nuestra calderilla, en aquel momento otro señor anciano y peregrino le respondió.​
_! Pues sí, la necesita, a la vista está en la historia del mendigo de Pancorbo.​​
Una vez que se fue el primer señor le pregunte al anciano.​
-Que es lo de la historia del mendigo. ​
Aquel anciano muy atento y un claro acento castellano me dijo.​
-Hace décadas mendigaba por estos parajes un anciano pobre. Con humildad iba pordioseando, de puerta en puerta, una limosna y, cuando se la daban, agradecido besaba el mendrugo de pan que le ofrecían para saciar su hambre, y cuando no rezaba una oración por los de casa. Pobre pero honrado, amable y educado... era estimado por todos los vecinos por su carácter agradecido ¡Nunca había dado que hablar el mendigo de Pancorbo, ni un mal modo ni un desaire!​
Un buen día le encontraron muerto en su choza destartalada chabola. Llamaron al cura, quien tras rezar un responso, dispuso de sus escasos enseres. Tan apenas un bastón con la punta ennegrecida, una lata de pez y un añoso zurrón, donde -entre miajas- había un pequeño cuadernillo viejo y manoseado junto a un pequeño lapicero. El sacerdote lo abrió y leyó: - Día 3 de enero de 1931: “Le tomo prestados a la Virgen dos reales”. Día 22 de Febrero de 1931: “Le debo a la Virgen lo que me prestó”. Día 28 de febrero: "Cojo tres gordas a la Virgen". Día 14 de Marzo: “Le devuelvo lo que le pedí y la adelanto a la Virgen un real”… Y así seguía su peculiar apunte relacionando los préstamos y devoluciones: “Debo a la Virgen…” “La Virgen me debe…”​
Le volví a preguntar al anciano.
-Que significa todo aquello de le debo y le pago a la Virgen, ​
el anciano me volvió a responder. ​
-ES que aquel buen hombre, pobre pero honrado, cuando arreciaba el crudo invierno y las limosnas eran escasas…, sin que nadie le viera, introducía por la reja de la ermita su bastón embadurnado de alquitrán en la punta y así recogía las monedas que se pegaban a él de entre las que estaban esparcidas por el suelo. A la vista está -porque lo canta su libreta- que sólo lo hacía en caso de extrema necesidad y con el firme propósito de devolverlas en cuanto posible le fuera. ¿Acaso negaría la Madre a sus hijos más necesitados lo que necesitasen? Sabedor el buen mendigo que aquellas monedas eran empleadas en el culto de la ermita (flores, cera, manteles, Misas...) ¡con qué interés afinaba sus apuntes de deudas! Cuánta delicadeza...​
El anciano acabo su historia diciendo.​
-El cura pasó con ligereza aquellas viejas hojas hasta dar con la última anotación, escrita justo el día anterior. En el último apunte contable, que había hecho el mendigo, figuraba escrito: “Devuelvo cuanto le debo ¡Estoy en paz con la Virgen!…” En paz con la Virgen murió…

domingo, 3 de marzo de 2019

D.N.I







Sabíais que en el 1944 En España, por iniciativa de la Presidencia de Gobierno, o lo que es lo mismo, del general Franco, un decreto establece la creación del Documento Nacional de Identidad para tener más y mejor controlados a los españoles. Los primeros obligados en tenerlo serán los presos y los que permanecen en libertad vigilada. En segundo lugar, los varones que por su profesión o negocio cambien con asiduidad de domicilio. En tercer lugar, los hombres residentes en ciudades de más de 100.000 habitantes. Luego, los varones que habiten en localidades entre 25.000 y 100.000 habitantes, después las mujeres que viajen por motivos de trabajo y así sucesivamente hasta completar en unos años el total de la sociedad. (Hace 71 años)