Ecos del Santo Reino se crea con la única intención de darme a conocer, solo pretendo poner una pincelada más al patrimonio literario de mi querida tierra Jienense.
Las imágenes que uso en este blog son tomadas de Google, en caso de que alguien se sienta invadido por favor hágamelo saber que serán retiradas de inmediato.




miércoles, 21 de julio de 2021

El hombre del saco



De mi infancia guardo bastantes recuerdos, recuerdos de un panorama en descrito en blanco y negro, algunos son reales y otros no tanto pero cuando cuento mis vivencias las cuento desde los ojos de un niño que tenía mucha imaginación.

Una de las mañanas que íbamos al colegio, mis hermanos y yo, nos encontremos con un grupo de gitanos Zíngaros que se dirigían rumbo a unas cuevas existentes entonces en un descampado donde había ratas tan grandes como conejos y basura esparcida por todo el terraplén que hacía las veces de vertedero. Aquello estaba por debajo del colegio Ruiz Giménez del barrio de la Magdalena. Aquella gente viajaba a lomos de burros, a pie y algunos en carromatos, con niños mal nutridos, mal vestidos y la mayoría descalzos. 

Aquellas personas montaban su pequeño poblado donde las mujeres se dedicaban a la construcción de canastos y cestas de mimbre, y los hombres se dedicaban a vender cántaras lecheras, jarrillos y enseres de hojalata por las calles del barrio. 

Aquella mañana mis hermanos y yo observemos que unos metros por detrás de la caravana de gitanos caminaba un extraño hombre, alto, cojo, y jorobado con un saco cargado a las espaldas acompañado de un perro tan peludo y pulgoso como él. 

Aquel hombre no se instaló en el campamento de los Zíngaros, buscó refugio en las cuevas del cerro de Santa Catalina y en diferentes horas del día, aparecía con su caminar cansino refugiado en sus misteriosos pensamientos y tosiendo con una violenta saña, arrancando y escupiendo espeluznantes gargajos que declaraban por donde había pasado aquel individuo que iba pidiendo puerta por puerta un mendrugo de pan.

Recuerdo que los niños al verlo pasar con su desdentada sonrisa le cantábamos una canción de la que solo recuerdo unas estrofas.

Al pobre peregrino

que va de puerta en puerta,

que va de puerta en puerta,

pidiendo caridad.

Por caridad señores,

el peregrino pide, y nadie le da.

Las habladurías, mezcladas con la rumorología popular, exageradas por todos y cada uno de nosotros, corrió como la pólvora por toda la chiquillería y rápidamente los niños lo denominemos como el “sacamantecas”, ya que le veíamos venir y regresar desde su cueva en la falda del castillo. 

Aquel hombre de edad madura con mirada perdida. Sus pómulos rojizos y su aspecto de vagabundo motivaron que poco a poco todo el mundo lo conociese por el sobrenombre de el “hombre del saco”, ya que sus ropas andrajosas le caracterizaban: portaba una clásica boina negra, una vieja chaqueta de pana, pantalones arremangados a la usanza de los campesinos y sus pies protegidos por unas albarcas. Generalmente siempre llevaba consigo su saco harinero ya desteñido por el uso. 

Entre los niños de aquellos años corría el rumor de que, en la cueva, realizaba actos de brujería, y que se alimentaba de la sangre de los niños que robaba al anochecer, era un hombre de contextura muy frágil, solitario, delgado e indefenso, y supongo que, sin ningún oficio, tampoco hablaba con nadie, lo cierto es que su recorrido por las calles de la Magdalena, tenía como único objetivo conseguir algo de comida de los vecinos.

Del mismo modo como un día apareció este hombre junto a los Zíngaros, durante los años sesenta desapareció misteriosamente y nadie más supo de él, los niños subíamos a escarbar y

registrar la cueva donde estuvo viviendo el misterioso “tío del saco” intentando encontrar los huesos de los niños que se había comido aquel individuo harapiento que vivía con su perro melenudo y pulgoso.

Nuestros padres aprovecharon la estancia de aquel hombre por el barrio para persuadirnos hacia la obediencia. ¿Cómo olvidar la más recurrida? La del terrible Hombre del Saco.

viernes, 16 de julio de 2021

La visita al médico



Hace escasos días que fui al Centro Diagnóstico por unos resultados tras haberme hecho un TAC. Tenía cita a las doce y media de la mañana y por si acaso, a las once y media o doce menos cuarto ya estábamos allí.
Al llegar a la tercera planta me encontré con unos antiguos conocidos, una pareja de ancianos de unos ochenta y algo de años que iban acompañados de su hijo de unos sesenta años, el pobre con una deficiencia, ellos tenían cita a las once y media, y después de las presentaciones la mujer nos dijo que la cita era para su hijo que estaba fastidiado y estaban muy preocupados por su salud, ya que ellos no estaban para cuidar de él, primero por su avanzada edad y segundo por la obesidad de su hijo, yo calculo que unos ciento veinte kilos.
Ellos llevaban cuidándole y mimándole desde siempre, lo habían tenido super protegido, de niño ni siquiera lo dejaban salir solo a la calle, ellos no soportaban que a su niño lo insultaran los demás niños, ni consentían que nadie lo mirase de mala manera, lo querían tanto que eran capaces de hacer lo que fuese por él.

A Pedro y María los conocía desde siempre ya que eran amigos de mis padres, ellos eran y son unas de esas personas honradas, correctas y honestas que vivían en un viejo caserón de vecinos de la calle Positillo en el barrio de Santiago.
El protocolo para entrar a la visita del especialista exige que solamente puede pasar un acompañante y en este caso el padre entró con el hijo, cosa extraña, pero la señora María nos dijo que Pedro se enteraba mejor de lo que el médico le diría a su hijo, como ella estaba un poco sorda y con lo de no saber leer era un problema.
María hablando con mi mujer le dijo que llevaban meses de médicos y aquella mañana llevaba desde las ocho en el Centro Diagnóstico y que no tenía comida hecha para cuando llegasen, y en vista que nosotros estábamos en la misma situación, le propuse al matrimonio de comer en el Mesón Zapatero que se come muy bien de menú y que está muy cerca del Clínico.
Ya en el Mesón, el padre y el hijo entraron al servicio y María pensando de que yo al ser hijo de su amiga era sabedor de su historia y comenzó a relatarle a mi mujer que ellos de jóvenes no podían tener hijos, aunque ganas no les faltaban, María siguió diciéndole a mi mujer que ellos tenían mucha confianza con una jovencísima vecina que siendo soltera tenía un niño de pocos meses a los que ellos le cuidaban con mucho mimo y cariño cada vez que la muchacha salía a trabajar o de compras.
Aquel bebé según María lloraba sin cesar constantemente y ella en sus brazos era la única persona capaz de calmarlo. María nos contó que una noche llamaron a la puerta de su vivienda y al abrirla estaba su vecina con el moisés y el niño durmiendo. Nos contó que su vecina estaba llorando y les dijo que tenían que hacerle un gran favor. Si podíamos quedarnos aquella noche con su bebé, prometiéndole que a la mañana siguiente a primera hora pasaría a recogerlo.
María nos dijo que en aquellos años ellos eran muy jóvenes y con ganas de niños y no supimos decir que “no”. La madre de aquel niño no apareció en aquella mañana, ni en los días siguientes, ni en los siguientes meses, nos dijo que dudaron si acudir a la policía, pero hubo algo en la carita de aquel niño que les hizo desistir y mirándose a la cara no dudaron de que ese niño iba a ser el niño de que ellos tanto deseábamos tener, sin saber que aquello que vieron en aquella carita tan dulce era síndrome de Down.

jueves, 8 de julio de 2021

La niña de la comba.



Según decía la gente en la calle Alguacil de Jaén, existía antiguamente una casa que estaba encantada.
Cuando yo la conocí, estaba casi en ruinas y en ella vivía una de las primas de mi abuela Dolores, aquella vivienda la recuerdo perfectamente, un gran portón siempre abierto a propios y extraños, a la derecha unas oscuras escaleras conducían a una bodega abovedada habitada por una gran familia y amigos de mis padres.
Había unos retretes que eran tres agujeros en el suelo, aquello olía a humedad y daba pánico entrar. A continuación, había un gran patio con balconadas de madera pintada en morado y en el centro un pozo, tenía una amplia escalera para subir a las plantas superiores, tres que yo recuerde.
La parienta de mi abuela vivía en la tercera planta que era el terrado del edificio, aquella señora era viuda de guerra con nueve hijos que tenía desparramados por la geografía española, ya no sabía si su Josefina estaba en Barcelona o si su Eufrasia estaba en Bilbao, el caso es que estaba sola y enferma, mi abuela viuda y sola también, alguna que otra tarde se iba a hacerle compañía.
Una de aquellas tardes primaverales mi madre decidió acompañar a mi abuela y después de salir del colegio pusimos rumbo hacia la calle San Andrés que es donde desemboca la calle Alguacil; después de un buen rato en aquella habitación con suelo de yeso y techo de cañas, mis hermanos y yo pedimos permiso para bajarnos a jugar al patio, ya que desde la baranda del pasillo habíamos visto a una niña jugando sola con su saltador que incesantemente nos repetía: venir a jugar conmigo, venís a jugar conmigo, mientras cantaba aquella canción de una, dos y tres…..
Mi madre accedió a que bajásemos al patio, y aquella señora fue prudente diciéndonos que tuviésemos cuidado con la escalera, la verdad es que la distancia entre peldaños era de una altura considerable, al llegar al patio la niña ya no estaba, pensamos que se había marchado a su casa, de pronto escuchamos a la niña cantar la canción desde aquellos oscuros retretes.
Mis hermanos y yo entramos y de repente todo quedó en silencio, el cual se interrumpió con un portazo que dejó la zona más oscura, como una flecha y envueltos en pánico salimos de aquel infierno y subimos las escaleras de dos en dos.
Al llegar arriba y mirar al patio volvimos a ver a la niña con su saltador y su canción… Una, dos y tres…. y volviendo a insistir en venir a jugar conmigo, venís a jugar conmigo.
Aquella casa al poco tiempo la cerraron y apuntalaron, ya que el peligro de derrumbe era inminente, la parienta de mi abuela se realojó en otra casa vieja entre las calles Santa Cruz y la calle el Rostro cuando tenía salida muy cerca de la fuente de Los Caños.
Por casualidad una tarde de verano de hace unos treinta y tantos años pase por dicha calle, y aún se conservaba alguna ruina del edificio incluido el antiguo portón que como antiguamente se encontraba abierto de par en par.
La curiosidad pudo conmigo y a pesar de su pésimo estado me asomé al patio para recordar momentos vividos en aquella casa.
Al mirar hacia arriba donde vivía la pariente de mi abuela y por donde mi madre y hermanos anduvimos algunas veces, vi momentáneamente de nuevo a la parienta de mi abuela con aquella niña de la mano, y nuevamente me insistía: venir a jugar conmigo, venís a jugar conmigo…
En una de mis conversaciones que mantuve con uno de mis tíos salió a la palestra aquella señora de la cual no recuerdo su nombre, mi tío me dijo que su chacha murió en el 74 y fue la última oportunidad que tuvo de ver a sus primos segundos, en aquella conversación me comentó que su tía tenía medio perdida la cabeza desde que una de sus hijas la más pequeña jugando a la comba cállese al patio desde la baranda de aquella casona, matándose en acto.