Ecos del Santo Reino se crea con la única intención de darme a conocer, solo pretendo poner una pincelada más al patrimonio literario de mi querida tierra Jienense.
Las imágenes que uso en este blog son tomadas de Google, en caso de que alguien se sienta invadido por favor hágamelo saber que serán retiradas de inmediato.




miércoles, 25 de mayo de 2022

El reencuentro



Al morir mi padre el día 21 de noviembre del 1991, lo enterramos en el cementerio de San Fernando en Jaén, junto a mi madre, que llevaba por entonces veinte años muerta. Entre los familiares y amigos que asistieron al funeral me di cuenta que estaba una figura extraña, desaliñada, vestida con un viejo traje tirando a gris oscuro y muy arrugado, unos zapatos bastantes gastados apenas sin color y muy sucios… ¡Demasiado sucios! Apretaba contra su pecho un viejo sombrero, también gris, y las lágrimas le corrían abundantes por entre los surcos de su piel cenicienta y arrugada de sus mejillas sin afeitar.
A aquel hombre, apodado “el liebre”, lo conocía simplemente de vista; pues fuimos compañeros en el año 1983, en un tajo de aceituna en los alrededores de la cortijada de “Cuevas”, donde mi padre era el manijero. Nunca había hablado con dicho personaje y lo poco que hablamos se limitó a unos simples buenos días. Aquel hombre había vivido de niño, y aún seguía viviendo, en una pequeña casita colindante a los cortijos “Márquez” y “Verdejo”, unos de los tantos cortijos donde vivieron mis abuelos antes de la guerra, durante la guerra y en la posguerra.
En aquellos años las tierras eran pobres y Pablo y su familia, con frecuencia pasaban hambre, ya que las tierras no daban frutos, casi presintiendo la desgracia venidera; pero era gente buena, digna y orgullosa. Todas las mañanas, Pablo, tenía que desplazarse caminando alrededor de dos kilómetros, a un cortijo donde un maestro tenía habilitada una habitación, donde daba clase a los pocos niños que podían asistir. Pablo siempre llevaba a la escuela la fiambrera, a menudo vacía, para que no pareciera que no había comida en su casa.
Su camino pasaba por las tierras donde mis abuelos vivían y Pablo, a diario, se acercaba a recoger a mi padre para ir juntos al colegio; al llegar a casa de mi abuela dejaba su fiambrera en la mesa de la cocina, mientras merodeaba por la misma buscando aplacar el hambre que cosquilleaba en su estómago. Según mi padre, siempre iba directo al cajón del aparador, mientras preguntaba:
>—¿Qué cenaron anoche, Josefa? —y mi abuela siempre respondía:
>—¿Y vosotros? —a lo que Pablo nunca contestaba.
En aquel aparador se guardaba los restos de comida de la noche anterior y también solía haber algún trozo de pan asentado, queso, tocino y chorizo.
Por las mañanas, en aquella cocina, mi abuela siempre estaba ocupada llenando las fiambreras de mi abuelo, mis tíos Antonio y Pepe, y la de mi padre. Ella, mi abuela, con disimulo llenaba también la de Pablo y nadie en la escuela jamás advirtió que aquellos dos niños tenían comidas iguales. La abuela y mi padre nunca contaron a nadie lo que ocurría, ni tampoco lo contó él.
Y como dicen que las noticias vuelan, Pablo se enteró del fallecimiento de mi padre y recorrió a pie los kilómetros que hay hasta llegar al cementerio, pues quería despedirse de él. A pesar del tiempo trascurrido, Pablo seguía siendo pobre y estaba hambriento, pero no fue motivo para no acudir a rendir el último tributo cariñoso y agradecido al amigo, hijo de aquella abuela, quien le había llenado el buche y, sin embargo, había dejado intacto su amor propio.
Después del entierro la gente comenzó a marcharse. Pablo no medió palabra alguna, se arrimó al nicho, agachó la cabeza y murmuró algo en voz baja; se acercó a mi tía Carmen y la besó dándole el pésame, luego a mi tío Antonio, que por lo visto era el único de la familia que tenía contacto con él. Se colocó con parsimonia el sombrero y, apartado de todos, sacó una colilla y un mechero, lo encendió, le dio tres caladas, la apagó y volvió a guardarla.
Con tiento me aproximé a él y le pregunté:
—¿Se acuerda de mí?
—¡Claro que me acuerdo de ti! Si estuvimos no hace muchos años en la aceituna juntos, tú eres el Miguelete, el hijo de Juan el “Alborroque”.
Me dio el pésame y un abrazo y, entre susurros, llegué a entender la decadencia que hay entre los hombres del campo, respecto a los que vivimos en la ciudad.
Pude apreciar que Pablo en varias ocasiones repitió la misma frase:
—Me debería de haber muerto yo… —dijo varias veces, con voz apenas audible.
Me volví nuevamente al lado de mi familia dejando a este hombre en dirección a la salida.
Después de despedirme de todos cogí el coche con la intención de irme a descansar a mi casa. Por el camino que va del cementerio de San Fernando, “cementerio nuevo”, al cementerio de San Eufrasio, “cementerio viejo”, me encontré con Pablo que caminaba lentamente por el arcén, paré el coche y lo invité a subir, pero se mostró reacio a la invitación, diciéndome que él iba al cortijo y el cortijo estaba lejos.
—No me importa, yo lo llevo. —le dije y, después de insistirle varias veces, accedió a que lo llevase.
Pablo era, al parecer, un hombre poco conversador; pero a pesar de eso me contó que seguía viviendo en el cortijo, que sus padres y hermanos ya murieron y que él nunca se casó, porque en los cortijos lindantes no había muchachas y las que había se vinieron de niñas a Jaén, a “servir” en las casas de los señoritos.
El cortijo donde vivía Pablo estaba algo alejado de Jaén, a unas dos horas de camino a pie, rodeado por otros cortijos con los que antiguamente formaba una comunidad de ayuda mutua y de compañía. El Verdejo y el Márquez eran los colindantes al suyo, más unas cuantas casillas de menor importancia. Este aislamiento hacía que la vida en él fuera absolutamente rural, diferenciada totalmente de las costumbres de la ciudad.
Pasamos alrededor de algunos cortijos casi o totalmente abandonados y con las edificaciones medio caídas. Algunas gallinas, algún pavo y alguna bestia deambulaban perezosas sorteando olivos, apareciendo y desapareciendo tras la maleza. Los olivos estaban repletos de aceituna, ya que se aproximaba nuevamente la cosecha, Pablo abrió la boca y dijo:
—La Purísima ya mismo está aquí y se llenarán los campos de jornaleros.
Me comentó que hubo un tiempo en que las cosas se pusieron muy serias en el cortijo, que el señorito sospechaba de él y que creía que sus hermanas se “merendaban” sus gallinas. Por esa razón les obligaba, cuando algunas morían, a colgarlas de un alambre y que permanecieran allí días o semanas, hasta que él se desplazaba a la finca y ordenaba que las enterrasen.
Me dijo que las visitas eran siempre una novedad y que las más frecuentes eran las de la pareja de la Guardia Civil, que llegaban y se sentaban en el poyete dejando sus armas contra la pared y que mi padre y él las miraban y remiraban, hasta que uno de los guardias les decía:
>—¿Qué miráis, niños? Como os de una hostia… ¡Vamos, fuera de aquí!
—Miguelillo —me dijo, con el semblante muy serio—, aquellos guardias civiles siempre llevaban su cuchara en la cartuchera y si era la hora de comer comían en el cortijo, hubiese o no hubiese comida para ellos.
A unos cuantos kilómetros, por la carretera de Cuevas, Pablo me pidió que parase, se bajó del coche y lo observe que se adentraba entre los olivos; yo pensé que iba a orinar entre ellos, pero no fue así, llegó a un lugar en concreto y se arrodilló ante una especie de monolito pequeño: una cruz de mármol blanco.
Lo vi que se quitó su viejo sombrero gris y de nuevo las lágrimas le corrían abundantes por entre los surcos de las mejillas sin afeitar. No le importó ensuciar más su viejo y desaliñado traje gris oscuro. Me arrime a él y le puse la mano en el hombro. Le pregunté el significado de aquel recordatorio, a lo que no me contestó. Me pidió que por favor me marchase a mi casa, que él se quedaba allí. Respeté su deseo, di media vuelta, cogí mi coche y volví a Jaén.
Todo lo anterior sucedió hace aproximadamente veinticinco años, pero una mañana de un domingo cualquiera, de hace unos cinco años, me acordé de aquel hombre y fui hasta el cortijo. Al pasar por el monolito me paré, me acerqué y pude comprobar que no tenía nombre ni fecha y que seguía en pie. Por el silencio sospeché que a muchos metros del lugar no había nadie. El cortijo estaba cerrado a cal y canto. En esos momentos pasó una furgoneta y se paró.
—Buenos días. ¿A quién busca usted, amigo?
—Estoy buscando a Pablo.
—Pablo está en una residencia en Jaén. Vinieron los de asuntos sociales y se lo llevaron… Es que llevaba años de ermitaño rodeado de perros y gatos, sin comunicarse con nadie y sin comer caliente. Solamente comía gachas y leche sopada.
Ese mismo verano, durante las vacaciones, me preocupé en buscarlo por las residencias de Jaén. Parecía fácil, pero al desconocer sus apellidos la búsqueda se complicó; no obstante, con dedicación y perseverancia, logré encontrarle. Aquel hombre era ya un anciano muy mayor y estaba en el asilo muy bien cuidado y bien comido. No era ni la sombra del hombre desaliñado que me encontré en el cementerio, el día que enterramos a mi padre. Pablo estaba bien vestido, con zapatillas de estar por casa, aunque conservaba ciertas costumbres: observé que seguía sacando la colilla del bolsillo, la encendía, le seguía dando dos caladas y la volvía a apagar; mientras, las lágrimas fluían entre los surcos de las mejillas, ahora bien cuidadas y afeitadas.
Al principio creí que sus lágrimas eran consecuencia de padecer conjuntivitis; pero conforme le iba conociendo, comprendí que, siempre entregado a sus recuerdos, revivía las calamidades que había sufrido durante toda su vida. Una vida de hambre, miseria y abandono.
Miguelato.

miércoles, 18 de mayo de 2022

Recordando a Pablo

 


Hace unos años que Pablo murió y no se me va de la cabeza. Muchas veces siento la necesidad de hablar con él, para que siga contándome historias de aquellos tiempos. Cosas de aquellos cortijos y aquellas vivencias, las cuales siempre las narraba con lágrimas en los ojos. En aquellas ocasiones siempre le pedía a Dios que le quitara la vida antes que la memoria, porque un hombre sin memoria, según él, es un simple espantapájaros.
El último año de su vida envejeció con rapidez: caminaba con lentitud apoyado en su bastón y, cuando íbamos al cortijo, sus arrugas parecían que tenían la misma antigüedad que las piedras gastadas que pisábamos. El pelo cano, cada vez más blanquecino y escaso, cubierto por su viejo sombrero negro del mismo color que la roída chaqueta, que jamás consintió se la cambiásemos por otra nueva.
Las manos ásperas llenas de callos y marcadas por infinidad de cicatrices, producto de una larga vida empuñando los astiles de madera y no el que en su vejez usaba de apoyo fiel. Su cuerpo era enjuto pero fibroso, un pálido recuerdo de su vigorosa juventud. Pablo era como la imagen de su querido cortijo, desde cuya loma más alta había oteado tantas veces la estampa de Jaén, el castillo y su cruz.
–¿Sabes? –me dijo uno de aquellos días–, ahora me acuerdo mucho de mi madre. ¡Fíjate!...,¡con la cantidad de años que hace que murió! Se quedó viuda muy joven y tuvo que luchar contra viento y marea. –Hizo una breve pausa con gesto pensativo, mientras encendía una colilla entre sus dedos amarillentos– Antes sí que trabajábamos. ¡No como ahora, que os quejáis por todo! Miguelillo…, ¿tú la conociste?
—¿A quién…, a tu madre?
—¡Claro! ¿De quién crees que te estoy hablando?
Me quedé asombrado. ¿Cómo podía pensar que yo la conociese? Su semblante proyectaba, además de la tristeza de siempre, un cansancio infinito y el desconcierto de quien no comprende la realidad. Fue, entonces, cuando me di cuenta de lo que estaba pasando y que la poca vida que le quedaba se le iba por la boca. Pablo siempre estaba filosofando y, cuando lo llevaba al cortijo, era una enciclopedia hablante.
–Cómo cambian los tiempos, Miguelillo. ¡Cómo cambian! –solía decirme–. En casa nunca tuvimos luz, ni nevera, ni televisión. ¡Si supieras los días que pasé aislado en este lugar, sin más compañía que un buen fuego, mi perro y mis recuerdos! ¡Si supieras las semanas que tuve que comer el pan duro mojado en leche y tener que acostarme cuando la noche comenzaba a caer en invierno! Aquella era la manera que tenía para huir del frío, la soledad y el hambre: dormir para perder la consciencia.
Pablo se sentó y apoyó su dolorida espalda contra la rugosa pared de su casa. Aquella pared desconchada que tanto necesitaba una mano de cal, por estética e higiene. Cerró los ojos y, haciendo balance de todo lo que había vivido a lo largo de sus más de noventa años, me dijo:
–Es cierto que he tenido carencias, pero creo que nadie habrá sido tan feliz como yo… ¡Cuánto ha cambiado la vida, Miguelillo!
Recuerdo que, en aquel momento, el viento caprichoso y juguetón se arremolinó cerca de Pablo y, como si fuese una hoja, le arrebató su sombrero y lo revoló como si fuese una cometa.
–¡Corre, Miguelillo ¡Que no se pierda!... ¡Es el que me trajo tu padre de Alemania!
Esta frase la decía casi a diario. Cada vez que se ponía el sombrero en mi presencia, me recordaba el dicho. ¡Pobre hombre!
Hoy decidí ir solo al cortijo y a lo lejos pude distinguir a un hombre de cierta edad que venía por el camino montado en burro, acompañado por su perro. Por un momento creí ver a Pablo y, llevado por mi propio deseo, pensé que quizás sí que fuese él. El pulso se me aceleró y el corazón me dio un vuelco. Cuando pasó a mi altura, el hombre del borriquillo me dio los buenos días con un «Dios os guarde». El perrillo se limitó a ladrarme y, el hombre girando la cintura, dijo: «¡calla Lucero!». Mientras aquellas tres figuras se fueron perdiendo en el paisaje, se difuminaron y mimetizaron como si fuesen parte del cuadro al que yo solo estaba mirando.
¡Cuánta soledad y cuánto aislamiento en todo aquel entorno! Pero lo más triste, lo más doloroso, era el abandono tan tremendo que quedaba en aquellos cortijos donde Pablo y mi padre fueron niños y mozuelos, como él le decía a la juventud.
Recordar estas cosas me hacen sentir a gusto, aunque pesaroso por la ausencia de Pablo. Ha sido un día especial, un día tan especial como todos los pasados al lado de aquel grandísimo hombre, en los que cada día que le regalaba la vida le hacía una muesca de existencia a la madera de su viejo bastón.

jueves, 12 de mayo de 2022

Pedro el rubio

 


El Martes Santo por la mañana me animé y subí por mi barrio de la Magdalena, frente a una casa en ruinas, pasada la Cuesta de San Miguel, me encontré con un señor apoyado en un bastón que me llamo incluso por mi nombre.

 

 Me sorprendí bastante porque era una especie de apodo que me asignó un profesor que tuve para abreviar mi nombre y apellido.

El profesor me bautizó con el apodo de Miguelato.

 

¡Ehhh Miguelato!

 

Aquello de Miguelato llevaba más de cincuenta años sin oírlo, incluso lo tenía casi olvidado. La verdad que no reconocí a ese señor hasta que él me dijo quién era.

 

 Me dijo que era Pedro y habíamos estado en el colegio juntos hasta los doce o trece años, después sus padres se fueron a Holanda a trabajar y él se tuvo que ir a Martos con su abuela, lo perdí de vista hasta el otro día que lo vi muy, pero que muy mayor y deteriorado.

 

Me comentó que él llevaba casi cincuenta años en Holanda y había venido solamente dos veces a Jaén, concretamente a Martos donde aún tenía algunos primos, pero nunca más habia vuelto a la Magdalena y ahora que estaba de nuevo por Martos se animó a visitar el barrio, su escuela y sobre todo su casa, aquella casa donde fue muy feliz viviendo con sus padres y hermanos.

 

Pedro me contó que a los pocos meses de irse con su abuela a Martos, ella falleció y sus padres tuvieron que llevarlos a Holanda donde rápidamente encontró un trabajo en un invernadero y allí estuvo hasta su jubilación, también me dijo que seguía soltero y que siempre tuvo en la cabeza un amor platónico que se dejó en el barrio cuando se lo llevaron al pueblo.

 

Ahora muchos años después, con ayuda de su bastón mira su antigua casa que duerme en ruinas con un cartel de…. "SE VENDE"

 

Me comentó que estaba muy deteriorada como él, aunque sigue en pie y levantando su bastón me señala el balcón donde ellos tenían el comedor. Intentamos verla por dentro pero el escombro y la maleza nos impidió abrir la puerta, después de un buen rato de achuchones y quitar basuras conseguimos pasar.

 

Los años habían hecho estragos. El silencio se apoderó del interior y, como una sombra oscura, ocupaba rincones repletos de telarañas dejando huellas misteriosas que dibujaban rostros del pasado en las humedades de la entrada.

 

Subimos un tramo de escaleras un tanto peligroso ya que no tenía barandilla hasta llegar a su habitación, nos arrimamos a la ventana y me dijo:

- ¿mira aún tiene la reja de hierro?

¡En esta habitación pasamos mis hermanos y yo muchas horas y mucha hambre!

 

Sentado en un cubo Pedro me pregunto por una tal María, que corriendo supe de quien me hablaba:

-Sabes que éramos novios en el colegio, yo le escribía cartas de amor que a cambio de una peseta mi amigo Luis se las daba en mano, él era su vecino y muy amigo de sus hermanos, Miguelato, ella por prudente nunca me contento, pero yo sé bien que éramos novios porque cuando nos cruzábamos y yo la miraba ella se sonreía, sonrojaba y agachaba la cabeza.

Yo también fui muy tímido siempre, y jamás le dije nada a ella ¿Cuánto me gustaría volver a verla Miguelato?

 

La vieja casa conservaba como un tesoro la vida que en ella existió. El bullicio de los vecinos, el ajetreo de los niños cuando sus escaleras subían incluso conservaba aún la vieja alacena donde su madre guardaba los pocos enseres que tenían a la que se aproximó, e intentó ver el interior, estaba oscuro como la boca del lobo.

Miró hacia abajo y se dio cuenta que, en el marco de la puerta, seguía escrito su nombre, en pequeñito “María”. Me dijo que lo hizo con una navaja, sonrió y acarició su nombre, como si pudiera sentir aquel momento del pasado.

 

Las lágrimas empezaron a caérsele, se agarró al marco y se dio cuenta que había algo más escrito, "Te querré siempre, aunque estemos separados".

 

Aquel momento, aquella situación y aquella habitación se volvieron a rellenar con sus vivas memorias cubiertas de un frío manto que la llenaron de silencios de olvido y espanto.

 

Pedro hizo un gesto de dolor, se quedó inmóvil, sonrió y acarició las letras, el corazón le latía a gran velocidad, como cuando veía en la escuela a aquella chiquilla.

 

Miguelato no recordaba esto que escribí antes de irme de aquí, pero acabo de llenar mi corazón de alegría y esperanza y ahora más que nunca me gustaría volver a verla y decirle todo aquello que guarde tantos años en mi corazón.

 

Mirando aquella declaración de amor escrita hace cincuenta y tantos años, yo callé, no quise herir a esté pobre hombre que emocionado soñaba con algo imposible, yo podía sentir aquel corazón palpitando, recordando a su amada

 

La verdad que aun conozco a Luis y sé perfectamente que nunca le dio las cartas a María y se que María hoy es la mujer de Luis.

 

Miguelato.

domingo, 9 de enero de 2022

La mona y el niño



Por las calles de Jaén correteaba un niño al que todos llamaban Miguelete. Este niño vivía en el barrio de la Magdalena, y era un niño que siempre estaba feliz, él siempre tenía una sonrisa entre sus labios.
Uno de los días que iba paseando, jugando, saltando, corriendo, cuando de repente se encontró con otros niños que apedreaban una de las pérgolas traseras de la catedral, precisamente la mona.
Miguelete se unió a los niños de la pedrea y en una de esas pasó uno de los municipales, que rápido les llamó la atención y atrapó a Miguelete al que cogiéndolo de una oreja le dijo:
-Ahora vas a saber lo que es bueno, te voy a llevar a tu casa para que tus padres te castiguen - a ver dime ¿Dónde vives?
Aquel niño todo temerario le dijo al municipal que vivía en las "Casas Baratas" de Santa Isabel.
El municipal al sentir lo de las "Casas Baratas" se lo pensó dos veces y dado la distancia tan tremenda que había desde la Catedral a Santa Isabel decidió entregarle el niño a un cura que pasaba por allí.
-¡Don Felipe, Don Felipe, haga el favor de coger a este pecador y llevarlo a su casa y les explica a sus padres que es uno de los granujas que apedrean la mona de la Catedral.
Don Felipe dirigiéndose al municipal le dijo:
-¿De que mona me habla usted?
El municipal dentro de su ignorancia y creencias le dijo señalando la pérgola.
-Ésta Don Felipe.
Don Felipe con una sonrisa irónica se dirigió a los dos, eso no es una mona:
-Mirar desde que tengo uso de razón los mayores siempre nos advertían a los pequeños que procuráramos no pasar por debajo de ese ser maléfico que observa a los niños desde su esquina. Y en mis años de mozuelo cuando pasábamos por esta calle no levantábamos la vista del suelo para no mirarlo y que no nos echase ninguna maldición.
-Pero eso son tonterías dijo el municipal.
-Claro que son tonterías le contestó Don Felipe.
Aprovechando que estaban libres las mesas del Bar Sanatorio, Don Felipe los invitó a sentarse y casi obligó al municipal a invitarle a un café.
-Mirad bien a lo que vosotros llamáis mona -dijo don Felipe sentado en aquella terraza.
Los dos quedaron fijos durante un rato y con una sonrisa Miguelete le dijo al cura, ¿no querrá usted que la mona nos eche una maldición?
Ni mucho menos, como voy yo a querer nada malo para un niño y un policía de nuestro ayuntamiento, yo lo que quería era saber lo que vuestros ojos ven.
Don Felipe dándole un sorbo al café les dijo, que por sus creencias seguía viendo algo malo en aquella figura que según los estudiosos le habían dicho que era un judío con su turbante y otros le habían comentado que era una “deidad”.
-¿Una que…? -le dijo el municipal.
Don Felipe le contestó que en ciertas épocas se le rindió culto o adoración, remató la conversación, esas cosas pasaron en tiempos de los Templarios.
Terminando su café y señalando a Miguelete le comento: Jamás vuelvas a apedrear a la mona y así evitarás que algo malo te pase.
- ¿Qué me va a pasar?- Respondió el niño.
Mira,- le dijo Don Felipe- hace bastantes años unos chavales, desafiaron las advertencias de sus mayores, aquello de no mirar la mona y se entretuvieron en apedrearla hasta que una de las piedras dio en la mismísima punta de la nariz dejando a la figura desfigurada, en aquel momento los tres se echaron a reír, pero Don Felipe rápidamente cambio su gesto diciendo:
-Ahora nos reímos, pero aquellos niños lo pasaron muy mal, tan mal que el de la pedrada en aquel momento cayó desmayado allí mismo y llevándolo a su casa aquel mismo día murió por la noche.
El municipal casi despidiéndose del cura le dijo:
-Esas cosas no se las cuente usted al niño, en el Ayuntamiento se dice que es una leyenda para que no se destroce aún más el zócalo gótico existente en esa zona de la Catedral.
Una vez que se fue el municipal el cura le dijo al niño, donde me dijiste que vivías, el niño con su eterna sonrisa le dijo:
-A usted no le dije nada, al municipal le dije que en las "Casas Baratas" porque estaba seguro que hasta allí no me llevaría.
Pues entonces donde vives, el niño haciendo una mueca con la boca le dijo, vivo en la Magdalena.
Poniéndose su sombrero Don Felipe le dijo:
-Entonces eres m feligrés, vámonos para el barrio que en cuanto lleguemos a la iglesia te tienes que confesar porque encima de revoltoso eres un poco mentiroso, y acabarás en el infierno como sigas por este camino, que por una herradura un caballero perdió su reino. Y tú perderás la gloria por una pedrada.
Llegados a la parroquia uno entro dentro del confesionario y el otro se arrodillo frente al cura
terminada la confesión aparte de veinte Padrenuestros al niño le cayó de penitencia hacer de monaguillo durante un año, a lo que Miguelete accedió a regañadientes a aquel tipo de chantaje parroquial.
Allí el niño aparte de abril la alacena donde se guardaba el vino, aprendió gracias a su empeño a repicar las campanas en todos los toques de oraciones, ensartar latinajos y recitar de carrerilla desde el "Magnificat al Staba Mater, desde el Introito al Ite Misa est, pasando por el Dies Irae funerario. Aquella experiencia de monaguillo duró hasta que Miguelete se colocó con catorce años en un taller de carpintería, llegando a ser oficial con tan solo dieciocho años.
Miguel de la Torre Padilla