Ecos del Santo Reino se crea con la única intención de darme a conocer, solo pretendo poner una pincelada más al patrimonio literario de mi querida tierra Jienense.
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martes, 4 de mayo de 2021

“De agricultor a minero”



Mientras tomaba café una mañana con mi padre me dijo: que cuando él se casó la vida en el campo era tan precaria y difícil, que una familia no se podía mantener con el sueldo existente en aquella época. No se sacaba ni tan siquiera para subsistir una sola persona, que la situación y precariedad les obligo justo a otros compañeros a salir del campo y buscarse un trabajo que le diese algo más de beneficio.
Contaba que fueron tres los que abandonaron el trabajo de muleros en el cortijo del Marqués, y se incorporaron como mineros en una pequeña mina del Galapagar, situada a unos 13 km de Jaén; por la carretera de Torrequebradilla, pero aquella mina apenas daba beneficio pues se hinchaban de trabajar y no sacaban mucho más que cuando estaban en el cortijo.
La situación económica en nuestro hogar era deplorable, apenas si mis padres podían mantenernos a mis dos hermanos y a mí. Mi madre de un pan sacaba varias fracciones para poder saciar un poco el hambre y si era poco teníamos al abuelo que en aquellos tiempos las personas mayores eran las primeras en comer.
Seguía contando mi padre que aquello no era una mina, simplemente era un pozo en la tierra y que tenían que bajar atados a una trócola, cuando llegaban abajo cogían su pico su pala y se arrastraban a cuatro patas por las galerías hasta llegar a la veta, creo que de oxido rojo, de esto no estoy muy seguro, pero creo que no voy muy desencaminado lo que si recuerdo que mi padre decía que algunos días estaba el pozo medio de agua y tenían que bombearla para poder bajar a trabajar, según él en esas ocasiones era cuando ya no quería seguir allí, pero ¿a dónde ir?
Mi padre relataba que el día de Navidad, en la Magdalena se encontró con un amigo y hablando entre ellos le contó la precariedad de trabajo que tenía, todo el día metido en un pozo, que no ganaba ni para mantenerse a su familia y uno de sus niños hacia la primera comunión el año que próximo, que no sabía con qué dinero le iba a comprar el traje, las estampas y demás cosas.
Aquel amigo le comento que él estaba trabajando en Bélgica en las minas de carbón y que ganaba casi el triple que él, que allí el peligro era mucho menor, ya que aquello era una mina de verdad y no un pozo como en el que él estaba jugándose la vida.
Mi padre se envalentonó y le dijo que, si se podía ir con él, su amigo le dijo que en cuanto él llegase a Bélgica después de las vacaciones de navidad lo reclamaría y podría ir con todos los papeles en regla.
A los pocos días de la partida recibió mi padre una carta con un contrato y todos los requisitos necesarios, incluida una revisión por parte de Sanidad. Preparó la maleta y tomo el tren dirección a la pequeña ciudad de Blegny, en la provincia de Lieja donde trabajaría durante tres meses que era lo que él necesitaba para comprar el traje de comunión y sacar un poco la cabeza.
Al incorporarse a la nueva mina sintió algo de miedo al mirar la gran torre de hierro y aquellas vagonetas de acero metálico, él decía que olían a muerte, un olor que lo impregnó desde la primera hora hasta el último minuto del contrato de aquel gran complejo industrial de enormes dimensiones.
Sobre las siete de la mañana sonó una enorme sirena y según mi padre los mineros se apiñaron en «la jaula», una especie de ascensor de hierro que los introducía a plomo casi más de medio kilómetro en las entrañas de la tierra. Después, todavía tenían que andar un buen trecho, por un laberinto de galerías antes de llegar a la “veta” y empezar a picar, ya no se usaba el pico, su herramienta era un martillo percutor y sin otra luz que una lámpara que llevaban en el casco, lo de la lámpara en el casco según mi padre era para que no te lo quitases, si te lo quitabas no veías, aquel día mi padre se le vino el mundo encima al pensar que si le pasaba algo en aquellas profundidades ya no regresaría a la superficie y quedaría allí para siempre y le recorrió todo su cuerpo un sudor frío, pero unas breves palmaditas de su amigo en su espalda le dieron la suficiente fuerza para seguir, - ¡vamos Ramón, tú estás para esto y más! - y sin nada más se dirigieron a su puesto de trabajo sumergido en el centro de la tierra donde su cuerpo cubierto de hollín lo hacían parecer un pedazo de carbón viviente, sólo alcanzando a relucir la dentadura blanca y los globos oculares.
Un año permaneció allí hasta que una tonelada de carbón oculto la mayoría de las galerías de aquel pozo minero.

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