Ecos del Santo Reino se crea con la única intención de darme a conocer, solo pretendo poner una pincelada más al patrimonio literario de mi querida tierra Jienense.
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miércoles, 18 de mayo de 2022

Recordando a Pablo

 


Hace unos años que Pablo murió y no se me va de la cabeza. Muchas veces siento la necesidad de hablar con él, para que siga contándome historias de aquellos tiempos. Cosas de aquellos cortijos y aquellas vivencias, las cuales siempre las narraba con lágrimas en los ojos. En aquellas ocasiones siempre le pedía a Dios que le quitara la vida antes que la memoria, porque un hombre sin memoria, según él, es un simple espantapájaros.
El último año de su vida envejeció con rapidez: caminaba con lentitud apoyado en su bastón y, cuando íbamos al cortijo, sus arrugas parecían que tenían la misma antigüedad que las piedras gastadas que pisábamos. El pelo cano, cada vez más blanquecino y escaso, cubierto por su viejo sombrero negro del mismo color que la roída chaqueta, que jamás consintió se la cambiásemos por otra nueva.
Las manos ásperas llenas de callos y marcadas por infinidad de cicatrices, producto de una larga vida empuñando los astiles de madera y no el que en su vejez usaba de apoyo fiel. Su cuerpo era enjuto pero fibroso, un pálido recuerdo de su vigorosa juventud. Pablo era como la imagen de su querido cortijo, desde cuya loma más alta había oteado tantas veces la estampa de Jaén, el castillo y su cruz.
–¿Sabes? –me dijo uno de aquellos días–, ahora me acuerdo mucho de mi madre. ¡Fíjate!...,¡con la cantidad de años que hace que murió! Se quedó viuda muy joven y tuvo que luchar contra viento y marea. –Hizo una breve pausa con gesto pensativo, mientras encendía una colilla entre sus dedos amarillentos– Antes sí que trabajábamos. ¡No como ahora, que os quejáis por todo! Miguelillo…, ¿tú la conociste?
—¿A quién…, a tu madre?
—¡Claro! ¿De quién crees que te estoy hablando?
Me quedé asombrado. ¿Cómo podía pensar que yo la conociese? Su semblante proyectaba, además de la tristeza de siempre, un cansancio infinito y el desconcierto de quien no comprende la realidad. Fue, entonces, cuando me di cuenta de lo que estaba pasando y que la poca vida que le quedaba se le iba por la boca. Pablo siempre estaba filosofando y, cuando lo llevaba al cortijo, era una enciclopedia hablante.
–Cómo cambian los tiempos, Miguelillo. ¡Cómo cambian! –solía decirme–. En casa nunca tuvimos luz, ni nevera, ni televisión. ¡Si supieras los días que pasé aislado en este lugar, sin más compañía que un buen fuego, mi perro y mis recuerdos! ¡Si supieras las semanas que tuve que comer el pan duro mojado en leche y tener que acostarme cuando la noche comenzaba a caer en invierno! Aquella era la manera que tenía para huir del frío, la soledad y el hambre: dormir para perder la consciencia.
Pablo se sentó y apoyó su dolorida espalda contra la rugosa pared de su casa. Aquella pared desconchada que tanto necesitaba una mano de cal, por estética e higiene. Cerró los ojos y, haciendo balance de todo lo que había vivido a lo largo de sus más de noventa años, me dijo:
–Es cierto que he tenido carencias, pero creo que nadie habrá sido tan feliz como yo… ¡Cuánto ha cambiado la vida, Miguelillo!
Recuerdo que, en aquel momento, el viento caprichoso y juguetón se arremolinó cerca de Pablo y, como si fuese una hoja, le arrebató su sombrero y lo revoló como si fuese una cometa.
–¡Corre, Miguelillo ¡Que no se pierda!... ¡Es el que me trajo tu padre de Alemania!
Esta frase la decía casi a diario. Cada vez que se ponía el sombrero en mi presencia, me recordaba el dicho. ¡Pobre hombre!
Hoy decidí ir solo al cortijo y a lo lejos pude distinguir a un hombre de cierta edad que venía por el camino montado en burro, acompañado por su perro. Por un momento creí ver a Pablo y, llevado por mi propio deseo, pensé que quizás sí que fuese él. El pulso se me aceleró y el corazón me dio un vuelco. Cuando pasó a mi altura, el hombre del borriquillo me dio los buenos días con un «Dios os guarde». El perrillo se limitó a ladrarme y, el hombre girando la cintura, dijo: «¡calla Lucero!». Mientras aquellas tres figuras se fueron perdiendo en el paisaje, se difuminaron y mimetizaron como si fuesen parte del cuadro al que yo solo estaba mirando.
¡Cuánta soledad y cuánto aislamiento en todo aquel entorno! Pero lo más triste, lo más doloroso, era el abandono tan tremendo que quedaba en aquellos cortijos donde Pablo y mi padre fueron niños y mozuelos, como él le decía a la juventud.
Recordar estas cosas me hacen sentir a gusto, aunque pesaroso por la ausencia de Pablo. Ha sido un día especial, un día tan especial como todos los pasados al lado de aquel grandísimo hombre, en los que cada día que le regalaba la vida le hacía una muesca de existencia a la madera de su viejo bastón.

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