Ecos del Santo Reino se crea con la única intención de darme a conocer, solo pretendo poner una pincelada más al patrimonio literario de mi querida tierra Jienense.
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miércoles, 25 de mayo de 2022

El reencuentro



Al morir mi padre el día 21 de noviembre del 1991, lo enterramos en el cementerio de San Fernando en Jaén, junto a mi madre, que llevaba por entonces veinte años muerta. Entre los familiares y amigos que asistieron al funeral me di cuenta que estaba una figura extraña, desaliñada, vestida con un viejo traje tirando a gris oscuro y muy arrugado, unos zapatos bastantes gastados apenas sin color y muy sucios… ¡Demasiado sucios! Apretaba contra su pecho un viejo sombrero, también gris, y las lágrimas le corrían abundantes por entre los surcos de su piel cenicienta y arrugada de sus mejillas sin afeitar.
A aquel hombre, apodado “el liebre”, lo conocía simplemente de vista; pues fuimos compañeros en el año 1983, en un tajo de aceituna en los alrededores de la cortijada de “Cuevas”, donde mi padre era el manijero. Nunca había hablado con dicho personaje y lo poco que hablamos se limitó a unos simples buenos días. Aquel hombre había vivido de niño, y aún seguía viviendo, en una pequeña casita colindante a los cortijos “Márquez” y “Verdejo”, unos de los tantos cortijos donde vivieron mis abuelos antes de la guerra, durante la guerra y en la posguerra.
En aquellos años las tierras eran pobres y Pablo y su familia, con frecuencia pasaban hambre, ya que las tierras no daban frutos, casi presintiendo la desgracia venidera; pero era gente buena, digna y orgullosa. Todas las mañanas, Pablo, tenía que desplazarse caminando alrededor de dos kilómetros, a un cortijo donde un maestro tenía habilitada una habitación, donde daba clase a los pocos niños que podían asistir. Pablo siempre llevaba a la escuela la fiambrera, a menudo vacía, para que no pareciera que no había comida en su casa.
Su camino pasaba por las tierras donde mis abuelos vivían y Pablo, a diario, se acercaba a recoger a mi padre para ir juntos al colegio; al llegar a casa de mi abuela dejaba su fiambrera en la mesa de la cocina, mientras merodeaba por la misma buscando aplacar el hambre que cosquilleaba en su estómago. Según mi padre, siempre iba directo al cajón del aparador, mientras preguntaba:
>—¿Qué cenaron anoche, Josefa? —y mi abuela siempre respondía:
>—¿Y vosotros? —a lo que Pablo nunca contestaba.
En aquel aparador se guardaba los restos de comida de la noche anterior y también solía haber algún trozo de pan asentado, queso, tocino y chorizo.
Por las mañanas, en aquella cocina, mi abuela siempre estaba ocupada llenando las fiambreras de mi abuelo, mis tíos Antonio y Pepe, y la de mi padre. Ella, mi abuela, con disimulo llenaba también la de Pablo y nadie en la escuela jamás advirtió que aquellos dos niños tenían comidas iguales. La abuela y mi padre nunca contaron a nadie lo que ocurría, ni tampoco lo contó él.
Y como dicen que las noticias vuelan, Pablo se enteró del fallecimiento de mi padre y recorrió a pie los kilómetros que hay hasta llegar al cementerio, pues quería despedirse de él. A pesar del tiempo trascurrido, Pablo seguía siendo pobre y estaba hambriento, pero no fue motivo para no acudir a rendir el último tributo cariñoso y agradecido al amigo, hijo de aquella abuela, quien le había llenado el buche y, sin embargo, había dejado intacto su amor propio.
Después del entierro la gente comenzó a marcharse. Pablo no medió palabra alguna, se arrimó al nicho, agachó la cabeza y murmuró algo en voz baja; se acercó a mi tía Carmen y la besó dándole el pésame, luego a mi tío Antonio, que por lo visto era el único de la familia que tenía contacto con él. Se colocó con parsimonia el sombrero y, apartado de todos, sacó una colilla y un mechero, lo encendió, le dio tres caladas, la apagó y volvió a guardarla.
Con tiento me aproximé a él y le pregunté:
—¿Se acuerda de mí?
—¡Claro que me acuerdo de ti! Si estuvimos no hace muchos años en la aceituna juntos, tú eres el Miguelete, el hijo de Juan el “Alborroque”.
Me dio el pésame y un abrazo y, entre susurros, llegué a entender la decadencia que hay entre los hombres del campo, respecto a los que vivimos en la ciudad.
Pude apreciar que Pablo en varias ocasiones repitió la misma frase:
—Me debería de haber muerto yo… —dijo varias veces, con voz apenas audible.
Me volví nuevamente al lado de mi familia dejando a este hombre en dirección a la salida.
Después de despedirme de todos cogí el coche con la intención de irme a descansar a mi casa. Por el camino que va del cementerio de San Fernando, “cementerio nuevo”, al cementerio de San Eufrasio, “cementerio viejo”, me encontré con Pablo que caminaba lentamente por el arcén, paré el coche y lo invité a subir, pero se mostró reacio a la invitación, diciéndome que él iba al cortijo y el cortijo estaba lejos.
—No me importa, yo lo llevo. —le dije y, después de insistirle varias veces, accedió a que lo llevase.
Pablo era, al parecer, un hombre poco conversador; pero a pesar de eso me contó que seguía viviendo en el cortijo, que sus padres y hermanos ya murieron y que él nunca se casó, porque en los cortijos lindantes no había muchachas y las que había se vinieron de niñas a Jaén, a “servir” en las casas de los señoritos.
El cortijo donde vivía Pablo estaba algo alejado de Jaén, a unas dos horas de camino a pie, rodeado por otros cortijos con los que antiguamente formaba una comunidad de ayuda mutua y de compañía. El Verdejo y el Márquez eran los colindantes al suyo, más unas cuantas casillas de menor importancia. Este aislamiento hacía que la vida en él fuera absolutamente rural, diferenciada totalmente de las costumbres de la ciudad.
Pasamos alrededor de algunos cortijos casi o totalmente abandonados y con las edificaciones medio caídas. Algunas gallinas, algún pavo y alguna bestia deambulaban perezosas sorteando olivos, apareciendo y desapareciendo tras la maleza. Los olivos estaban repletos de aceituna, ya que se aproximaba nuevamente la cosecha, Pablo abrió la boca y dijo:
—La Purísima ya mismo está aquí y se llenarán los campos de jornaleros.
Me comentó que hubo un tiempo en que las cosas se pusieron muy serias en el cortijo, que el señorito sospechaba de él y que creía que sus hermanas se “merendaban” sus gallinas. Por esa razón les obligaba, cuando algunas morían, a colgarlas de un alambre y que permanecieran allí días o semanas, hasta que él se desplazaba a la finca y ordenaba que las enterrasen.
Me dijo que las visitas eran siempre una novedad y que las más frecuentes eran las de la pareja de la Guardia Civil, que llegaban y se sentaban en el poyete dejando sus armas contra la pared y que mi padre y él las miraban y remiraban, hasta que uno de los guardias les decía:
>—¿Qué miráis, niños? Como os de una hostia… ¡Vamos, fuera de aquí!
—Miguelillo —me dijo, con el semblante muy serio—, aquellos guardias civiles siempre llevaban su cuchara en la cartuchera y si era la hora de comer comían en el cortijo, hubiese o no hubiese comida para ellos.
A unos cuantos kilómetros, por la carretera de Cuevas, Pablo me pidió que parase, se bajó del coche y lo observe que se adentraba entre los olivos; yo pensé que iba a orinar entre ellos, pero no fue así, llegó a un lugar en concreto y se arrodilló ante una especie de monolito pequeño: una cruz de mármol blanco.
Lo vi que se quitó su viejo sombrero gris y de nuevo las lágrimas le corrían abundantes por entre los surcos de las mejillas sin afeitar. No le importó ensuciar más su viejo y desaliñado traje gris oscuro. Me arrime a él y le puse la mano en el hombro. Le pregunté el significado de aquel recordatorio, a lo que no me contestó. Me pidió que por favor me marchase a mi casa, que él se quedaba allí. Respeté su deseo, di media vuelta, cogí mi coche y volví a Jaén.
Todo lo anterior sucedió hace aproximadamente veinticinco años, pero una mañana de un domingo cualquiera, de hace unos cinco años, me acordé de aquel hombre y fui hasta el cortijo. Al pasar por el monolito me paré, me acerqué y pude comprobar que no tenía nombre ni fecha y que seguía en pie. Por el silencio sospeché que a muchos metros del lugar no había nadie. El cortijo estaba cerrado a cal y canto. En esos momentos pasó una furgoneta y se paró.
—Buenos días. ¿A quién busca usted, amigo?
—Estoy buscando a Pablo.
—Pablo está en una residencia en Jaén. Vinieron los de asuntos sociales y se lo llevaron… Es que llevaba años de ermitaño rodeado de perros y gatos, sin comunicarse con nadie y sin comer caliente. Solamente comía gachas y leche sopada.
Ese mismo verano, durante las vacaciones, me preocupé en buscarlo por las residencias de Jaén. Parecía fácil, pero al desconocer sus apellidos la búsqueda se complicó; no obstante, con dedicación y perseverancia, logré encontrarle. Aquel hombre era ya un anciano muy mayor y estaba en el asilo muy bien cuidado y bien comido. No era ni la sombra del hombre desaliñado que me encontré en el cementerio, el día que enterramos a mi padre. Pablo estaba bien vestido, con zapatillas de estar por casa, aunque conservaba ciertas costumbres: observé que seguía sacando la colilla del bolsillo, la encendía, le seguía dando dos caladas y la volvía a apagar; mientras, las lágrimas fluían entre los surcos de las mejillas, ahora bien cuidadas y afeitadas.
Al principio creí que sus lágrimas eran consecuencia de padecer conjuntivitis; pero conforme le iba conociendo, comprendí que, siempre entregado a sus recuerdos, revivía las calamidades que había sufrido durante toda su vida. Una vida de hambre, miseria y abandono.
Miguelato.

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