Ecos del Santo Reino se crea con la única intención de darme a conocer, solo pretendo poner una pincelada más al patrimonio literario de mi querida tierra Jienense.
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martes, 6 de abril de 2021

Alfonso

 


Él vivía en una habitación arrendada de la calle Alcalá Wenceslada, yo trabajaba justamente enfrente de aquella vieja casa de vecinos en una carpintería donde solía acudir este señor a por recortes de madera para alimentar una pequeña chimenea que había en la cocina de aquel caserón.

Alfonso era un anciano que llegó procedente de Barcelona sin mas pertenencias que una vieja maleta repleta de fotografías y recuerdos, muchos recuerdos, la mayoría los traía guardados en su mente.

Cada mañana lo veía caminando despacito, muy despacito apoyando su vida y su alma en un bastón tan viejo como él, se dirigía al poyete del casino artesano de la calle Maestra, donde cada día quedaba con algunos conocidos, allí se sentaba y abrigado por su vieja cazadora y los rayos del sol, cobijándose del frío, siempre hablaban de añoranzas y hazañas y tiempos que ya nunca volverán jamás.

Aquel día Alfonso reveló a sus compañeros de tertulia que hubo un tiempo que la confusión y la juventud lo llevó a alistarse en el ejército y la guerra le pilló haciendo el servicio militar en África en la misma columna que capitaneaba el generalísimo, de quien hablaba con orgullo, satisfacción y reconocimiento.

Contaba que el general, al verle tan poquita cosa, porque además de joven era más bien pequeño, le tomó cariño lo recogió como a un hijo y así empezó a llamarlo, según Alfonso cuando el generalísimo lo necesitaba le decía:

-Hijo ven aquí.

Comentaba que a su llegada al cuartel le dieron un fusil el clásico mosquetón “Máuser 1893” pero resultó que el fusil era más grande que él y su manejo le era tan complejo debido a su estatura que Franco viendo que él no podía con aquel artilugio se sacó de la cartuchera su propia pistola y le dijo.

-Toma hijo, desde hoy tú llevaras pistola y serás el cornetín de mis órdenes.

Alfonso también era asiduo del bar Ezequiel en la calle Alcalá Wenceslada y cuando se tomaba cuatro chatos balbuceaba solo y hablaba siempre con ella, la mujer con la que compartió casi toda su vida, aunque lo dejó cuando él tomó la decisión de regresar a Jaén, nunca se lo perdonaría. no entendía porque le dejo sabiendo todo lo que la necesitaba y las pocas veces que se lo dijo, se arrepentía de tantas cosas. que llegó a pensar que este era el castigo recibido por esos olvidos, el castigo de esa soledad que ahora le acompañaba a todas partes, pero a su lado ella caminaba. dormía. vivía. Para él, sólo era una ausencia física, su mente nunca acepto esa distancia, tenía la certeza de que sus hijos la convencieran y pronto correría a su lado para jamás separarse, ¡pero le asustaba ese tiempo mientras se producía el deseado encuentro! ¡podían pasar tantas. cosas! Ya que él estaba muy mayor y delicado.

Cuando hablaba de sus hazañas se le soltaba la legua y presumía que él fue el que llevo la orden de Franco cuando destituyo al capitán Manuel Diaz Criado que había fusilado a un amigo del General Mola, en más de una ocasión bromeó diciendo que el mandaba en el batallón más que Franco, porque, hasta que él no tocaba una orden, no se ejecutaba.

Alfonso todos los sábados se acercaba al taller con un saco de esparto para que se lo llenásemos de retales y virutas para encender la chimenea mientras aquello sucedía el sacaba a relucir su catálogo de multitud de recuerdos y anécdotas que se agolpaban en su memoria de aquellos años que nos contó una y otra vez y que nosotros, bromeando, llamábamos las batallitas del abuelo Alfonso., al que cariñosamente llamábamos “El Yayo”

Pobre hombre, mientras caminaba observaba la lentitud de sus pasos y se daba cuenta como sus piernas a cada momento eran más incapaces de sostenerle, sus manos temblorosas ya casi no podía controlarlas, sentía la frustración de llegar casi siempre tarde al baño, no podía entender como había podido llegar a ese deterioro en tan poco tiempo, y sus ojos se humedecían, y con ese temblor que ya casi no podía controlar. sacaba un pañuelo de su bolsillo y como podía los limpiaba torpemente.

Miguel de la Torre Padilla



1 comentario:

  1. Una historia muy triste que lamentablemente se repite con demasiada frecuencia....ancianos solos y sin ayuda de nadie ¡que pena!Saludos

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