Ecos del Santo Reino se crea con la única intención de darme a conocer, solo pretendo poner una pincelada más al patrimonio literario de mi querida tierra Jienense.
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viernes, 9 de abril de 2021

El cementerio de San Eufrasio.


 El cementerio de San Eufrasio.

Recuerdo que quedé con Pablo para bajar unos días antes de los Santos al cementerio viejo, donde estaban enterrados sus padres y su abuela. También están mis abuelos maternos. Al llegar al cementerio dejamos el coche aparcado cerca de unos puestos de flores y le insistí a Pablo de comprar algunas, a lo que Pablo me dijo que los muertos ya no necesitan ni flores ni regalos, lo único que necesitan es que los dejemos en paz.
Al entrar al primer patio del cementerio, Pablo se quitó el sombrero con la misma cadencia que tenía al andar, añadiendo que es por respeto y confesándome que quizás llevase más de cuarenta años sin pisar el cementerio de San Eufrasio; pero que recordaba que en ese mismo patio estaba la tumba de Juanito Tirado el torero, que fue amigo de su familia y al que, a petición mía, le hicimos una visita.
—¡Este hombre llevó el nombre de Jaén por las Plazas donde toreaba! —exclamó Pablo, al ver el mal estado de conservación— Desde luego, qué mano negra tendremos en Jaén, que en vez de conservar... ¡Venga… A destruir!
»Mira, Miguelillo, aquella tumba con flores marchitas… esas flores, estoy seguro, el año que viene seguirán ahí… ¡Bueno! —Añadió con resolución— Nosotros a lo nuestro, que se nos va a hacer tarde.
Anduvimos por varios patios del cementerio, hasta llegar al lugar donde descansan mis abuelos. Estaba separado por una valla metálica y me llené de indignación, al no poder aproximarme y adecentarlo como cada año suelo hacer. La dejadez y la falta de mantenimiento por parte del Ayuntamiento, hace que la ruina y la inestabilidad de los nichos no permitan acercarse por miedo a desprendimientos y al colapso de las estructuras.
Dejando el patio de mis abuelos anduvimos por otros, en los que Pablo se limitaba a mirar en las lapidas las fechas de los fallecimientos.
—Mira —decía—, ése del 43… ése del 39… éste del 25… Y así, hasta llegar al patio donde se encuentran los enterrados en tierra.
—Mira, la tierra donde habitan los cuerpos sin alma… —dijo Pablo, abarcando con triste mirada el amplio y embarrado terreno, lleno de hierbajos y pequeñas ondulaciones— Entre tanta dejadez deben de estar mis padres, mis abuelos y mis demás antepasados.
Esa mañana las lágrimas le caían por el rostro y se traducían en palabras nunca dichas.
Palabras que se agolpaban en su garganta, imposibilitado por la pena para darles libertad. Recordaba el borroso pasado y los momentos cumbres de tiempos ya muy lejanos. Después de deambular un buen rato entre tumbas, tierra y barro, que manchaban los bajos de los pantalones, a Pablo se le veía más hundido que nunca, cavilando sobre la injusta vida y la necesaria muerte.
Mientras, impresionado por tanto abandono, me vino a la memoria los dos versos de Gustavo Adolfo Bécquer:
“¡Dios mío, qué sólos
se quedan los muertos!”
—La verdad es que ya no sé dónde están mis padres… —dijo con voz débil— Esto parece un campo de patatas recién arado… ¡Vámonos de aquí! —Y añadió, murmurando, algo que no pude entender.
Pablo me miró con los ojos enrojecidos y con expresión de tan infinita pena, que sentí un impulso de piedad y le abracé con fuerza, intentando insuflarle un poco de consuelo.
—¡Qué pena, Miguelillo!... ¡Qué pena!
Aquel hombre, tan fuerte en su fuero interno, de repente envejeció diez años.
De regreso caminamos por el pasillo central y comprobamos la cantidad de zonas valladas, la cantidad de pabellones abandonados, con los tejados hundidos y apuntalados. A pesar de tantos años abandonado, aún tiene olor a muerte y, para ser sincero, la muerte no tiene un olor tan rancio, como el que tiene el cementerio de San Eufrasio.
Pablo, a pesar de ser un mal cristiano, me pidió entrar en la capilla a poner algunas velas por los difuntos y, nada más entrar, aprecié que había desaparecido el Cristo de la Sangre, que presidia la capilla de dicho cementerio.
Me quedé fijo mirando a Pablo, que permaneció por un momento traspuesto allí sentado, con su sombrero, su bastón, su pañuelo, sus lágrimas y su tristeza y, alzando la vista, me dijo:
—Miguelillo… ¡Fíjate si hay ruina y tristeza en este sitio, que hasta Dios se ha ido de aquí!
De mi libro. Páginas de una vida.

2 comentarios:

  1. Qué buena excusa, una visita al cementerio, para sacar el alma de un amigo, ante la desolación del lugar de la última morada, conmovido a pesar como bien lo dices de su escasa cristianidad, manifiesta su conmoción en este bello cierre: "Miguelillo… ¡Fíjate si hay ruina y tristeza en este sitio, que hasta Dios se ha ido de aquí!" UN abrazo desde mi cubil colombiano. Carlos

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